Hoy, vamos a hablar de videojuegos. Hoy, vamos a hablar sobre la vida.
Llevo jugando a videojuegos toda mi vida. Tampoco veo el momento en el que deje de hacerlo. Esto no me hace especial, y por fortuna es algo que cada vez más gente puede decir, especialmente en las nuevas generaciones que van creciendo unidas a la tecnología y a la masificación de la industria. Hay una diferencia entre algo que se puede considerar una afición, y algo que salta hacia algo más importante. Una línea que, una vez sobrepasada, haga que ni siquiera lo de "los videojuegos son lo más importante de las cosas menos importantes de mi vida" sea, en mi caso, algo que me defina. Existe una especie de complejo, una especie de sensación, casi por haber estado escuchándolo durante demasiado tiempo en la infancia de nuestra generación, de que los videojuegos son un entretenimiento vacío, de que no aportan nada, y de que ya está bien de "pasar tanto tiempo con la maquinita". Quizá por eso, existe esa necesidad de validación y complejo de inferioridad, y quizá por eso, todavía cuesta darles tanta importancia, al menos en mi caso, no solo como fieles compañeros de vida, sino también como moldeadores de personalidad y principios. Simplemente, yo no sería la misma persona si no se me hubieran cruzado los videojuegos.
No. Esto no es el enésimo artículo de "los videojuegos me salvaron la vida".
Estoy pululando de manera genérica por mis reflexiones sobre lo que significan los videojuegos para mí, pero no sobre el verdadero tema que hoy quiero abarcar, y que con la salida de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom, del que ya tenéis el análisis disponible, de alguna manera he sentido superlativamente potenciado. Estoy hablando de cómo los videojuegos han cambiado mi forma de percibir los problemas de la vida real, y de cómo me han preparado, de manera involuntaria, para según qué situaciones a la hora de lidiar de la manera más eficaz con el juego tan complicado que a veces es la vida.
He jugado a muchísimos videojuegos de todo tipo. No voy a andarme con falsa modestia, y esto no me hace ni mejor ni peor jugador. Esto, por fortuna, no va de cantidad, sino de calidad, pero el haber estado expuesto a tanto juego hace que haya recibido un mayor rango de situaciones y mensajes que cobran sentido con la reflexión por la que pasamos hoy. Además, siempre he pensado que, de alguna manera, los videojuegos sirven como simulaciones de situaciones, pequeños ensayos o migajas de encrucijadas vitales que, de alguna manera más metafórica o no, pueden darse en la vida real. Pequeñas enseñanzas de las que extraer algo, y extrapolarlo a la vida real en algunos casos. De alguna manera, tener un reparto de sensaciones y principios que aplicar ante situaciones, que han acabado condicionando mi propia vida, pero siempre desde una premisa con la que, de alguna forma, me he llegado hasta a atormentar: siempre hay solución.
Los videojuegos son entornos cerrados y controlados, cajas delimitadas donde una entidad superior, llamada desarrollador, ha sido capaz de establecer una serie de reglas para que tú, como jugador, las aceptes voluntariamente. Una vez dentro del juego, absolutamente todos los problemas que se te plantean tienen solución, y tú como jugador, persigues una solución porque sabes en todo momento que existe, porque así ha sido diseñada. Especialmente en juegos de puzles, donde se buscan esos momentos eureka, los videojuegos nos enseñan que siempre hay algo que no estamos contemplando, siempre hay alguna variable que queremos buscar y luchamos por encontrar para resolverlo. Si algo no parece tener solución, no es que no la tenga, es que simplemente no estamos encontrando esa pieza que el desarrollador ha atesorado para no ponérnoslo tan fácil, y justamente es eso, como jugadores, lo que nos mantiene incidiendo sobre ello, lo que hace que pasemos largas horas obcecados ante un problema, en lugar de dar la vuelta y marcharnos por considerarlo irresoluble. Siempre hay solución.
Es esta idea la que, de alguna manera, me ha perseguido siempre. He estado tan expuesto a videojuegos, a entornos controlados repletos de problemas con soluciones, que cada vez que en mi vida se ha presentado un problema real he sufrido un cortocircuito inicial por tener que transmitirle a mi cerebro que puede que no haya solución. Es entonces cuando se empieza a librar una especie de batalla en mi interior, donde mi cerebro sufre un contraste de ideas peligrosamente contradictorias, donde la parte más creativa me dice que siempre hay solución pero no la estoy viendo, mientras que la parte más lógica me dice que no todos los problemas tienen solución. Quizá por esto me he instalado en una especie de positivismo pragmático, por decirlo de alguna manera, donde antes de rendirme definitivamente, mi cerebro se fuerza a encontrar un sinfín de posibilidades agotando todos los escenarios. No, aunque esto empiece a sonar casi sectario, desgraciadamente hay problemas que no tienen solución en la vida real, pero sin duda, y tal y como se nos lleva diciendo toda la vida con el manido "siempre hay solución", lo habitual es justamente lo contrario, y lo único que podemos hacer es intentar minimizar esas complicaciones insalvables, alejándonos de situaciones y personas que viven en cúmulos de negatividad. Al final aprendes que hay gente que, simplemente, no quiere salvarse.
Antes de que esto se convierta en un libro de autoayuda, o que alguna de estas frases salga en una taza donde te bebes el café caliente de la mañana, toca enlazar con el verdadero sentido de toda esta reflexión. Básicamente, la idea que quiero transmitir es la de que todo ese esquema de ideas y razonamientos se me tambalea por la existencia de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom. Realmente, podemos aplicarlo también a The Legend of Zelda: Breath of the Wild, y probablemente a algún juego más, pero el nuevo reparto de poderes del último juego de Nintendo, ha hecho que se me potencien mucho más esas sensaciones. Supongo que podéis entender a qué me refiero si ya lo habéis tenido en vuestras manos.
El mérito de Tears of the Kingdom, o no sé si llamarlo problema, es que es el primer juego que de alguna manera ha acercado estos dos mundos que creía separados. Los sistemas de Tears of the Kingdom, heredados de Breath of the Wild, convierten la resolución de los puzles y otras situaciones en procesos similares a los que encuentras en problemas de la vida real, de manera orgánica y natural. Puzles que puedes abarcar de muchas maneras, siguiendo un poco lo que el desarrollador tiene en mente o, por qué no, creando por tu propia cuenta un vehículo volador que te permite saltarte parte o la totalidad del puzle/problema, tal y como pasa en la vida misma. No es el primer juego que se puede "trampear" como tal, pero sí es el primer juego que, una vez lo has hecho, sientes que te abraza y te dice: "está bien, sigue adelante, es tu forma de resolverlo, y no hay ningún problema en ello".
Por eso, la enorme libertad y ese sentimiento de refuerzo positivo, plantean realmente una especie de cambio de paradigma. Con todos los nuevos poderes, prácticamente todo es posible en Tears of the Kingdom. La creación de un auténtico mundo con sus físicas e interacciones hacen que se acerque demasiado a la forma en la que se te presentan los problemas reales de tu vida. Es por ello que, por primera vez, me he sentado ante un videojuego y he sentido que hay situaciones y problemas en Tears of the Kingdom que quizá no tengan solución, dándosele la vuelta a la tortilla, y he vuelto a entrar en una pelea interna con mi cerebro preguntándome si realmente no hay solución, o si lo que está pasando es que no estoy dando con esa pieza clave tal y como me pasa tantas veces con respecto a la vida y la forma de resolver sus problemas.
The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom no es el primer juego que se puede "trampear" como tal, pero sí es el primer juego que, una vez lo has hecho, sientes que te abraza y te dice: "está bien, sigue adelante, es tu forma de resolverlo, y no hay ningún problema en ello".
"Prácticamente todo es posible en Tears of the Kingdom", acabo de escribir, pero esto incluye que, y aquí está la ironía de todo esto, por primera vez en un videojuego lo imposible sea posible. Es posible que tu idea sea crear un puente gigante que te permita cruzar un río tan grande que cueste ver la otra parte de la orilla, y es posible que no lo consigas porque simplemente es imposible, con el matiz de que nunca te va a quedar claro hasta qué punto era imposible. Por primera vez, te sientes perdido, te sientes fuera de ese entorno controlado por unos desarrolladores que no crearon ese río con ese cauce y distancia justas para que puedas fabricarte el puente.
Los videojuegos nos han enseñado muchas cosas. Nos han enseñado mil caminos y posibilidades, formas de lidiar con la ansiedad, depresión y frustración. The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom, gracias a presentar un mundo vivo lleno de casi infinitas posibilidades, ha conseguido ser tan ingeniosamente vivo como para que en esas posibilidades se incluyan las imposibilidades, pero que a la misma vez no seamos capaz de tenerlo claro cuando se nos presentan.
Tal y como pasa con algunos de los problemas de la vida, sientes que puede que, por una vez, no haya solución, y no estamos acostumbrados a que eso sea posible en un videojuego.
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